El río, allá abajo, no puede reflejar las luces del atardecer, ni
la barranca ni allá a lo lejos el puente del ferrocarril. El río no es río, es
un charco que apenas repta hacia el carretero. Se asoman de sus aguas los
ladrillos de cemento de la defensa, ladrillos sujetos por mallas de acero.
Parece un gigante lleno de pústulas. Huela a camalotes podridos, ese olor que
se parce demasiado al de la muerte.
Al principio la acompañaba
un niño pequeño, más pequeño que ella, quiero decir, que tendrá, yo supongo,
unos nueve años, es difícil saberlo porque el cuerpo menudo hace pensar en no
más de siete.
¿Tiene algo? es lo primero
que siempre dice.
Al principio yo le daba un
par de frutas, entonces, enseguida, después de guardar las frutas en una bolsa
de supermercado, venía un suspirado: ¿tiene algo para cocinar esta noche?
Al principio, yo le
alcanzaba un paquete de arroz o de fideos, que también iban a para a la
bolsa.
Al principio, lejos de
haber terminado, lejos de poder cerrar la puerta y meterme en las noticias o
volver al libro o la computadora y olvidarme o más bien no pensar en el asunto,
me encontraba ante una nueva pregunta pronunciada con una imitación de último
aliento: ¿tiene una ayuda para comprarle pañales a mi hermano?
Al principio, un día dije
no, otro sí, otro no, otro dije no vengas todos los días, todos no porque no
puedo.
Ahora viene tres veces por
semana.
Ahora repite las mismas
preguntas y en el mismo orden.
Ahora obviamos la cortesía,
no nos saludamos, no hay un “gracias”, ni su consecuente “de nada”.
Ahora no viene el pequeño.
Ahora, el algo para cocinar,
ha sido reemplazado por pedidos específicos, ella dice harina o polenta; a
veces dice: fideos no, arroz sí.
Ahora ya no suspira las
frases.
Ahora la ayuda para el
pañal, tiene un 42 por ciento de aumento.
Entretanto el río sigue
bajando.
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