lunes, 5 de julio de 2021

La otra mañana

 


Roverano y Cuatro de Enero, ocho menos cuarto de la mañana. El invierno apoyado sobre los techos y los hombros. Camino, no literalmente, claro, mi auto me lleva a caminar. Mi recorrido al azar lleva casi una hora y hasta este momento nada había llamado mi atención. Entonces lo veo. Va sentado e inmóvil. No levanta la cabeza. Va sentado y con el cuerpo acurrucado, levemente doblado hacia delante formando un arco,  cabeza cuerpo piernas forman una medialuna. Lleva las manos en los bolsillos, las piernas muy juntas, apretadas. Lo veo desde atrás así que me ofrece solo la espalda. A su lado un hombre, probablemente el padre, conduce el carro; él seguramente no habla, digo él pero bien podría ser una ella, un pibe o una piba de unos no sé, calculo once o doce años, no más. Observo mejor y decido que es un pibe. Ya dije que voy detrás, no le veo la cara. Me pregunto si tendrá los ojos cerrados. Evidentemente tiene frío. 

He frenado en la esquina,  los he visto pasar.

Me los quedo mirando mientras escucho el ruido opaco de los cascos del caballo al golpear sobre la calle de tierra. Pienso, solo eso, no he hecho más que pensar durante unos segundos, pensar o más bien preguntarme acerca del niño cuya cara no he podido ver porque lleva puesta la capucha de la campera; y de esos pensamientos me ha quedado como un eco conformado por palabras sueltas: desayuno escuela conectividad madre caballo basura futuro acción soledad miedo frío amanecer y otras que no recuerdo.

 

 

La cuna de 7 de marzo y Centenario

 


El de la cuatro por cuatro viene por Almirante Brown, viene de oeste a este sin mirar. Viene como a 60 y dobla se manda sin avisar abriéndose bien porque quiere  el carril de la izquierda para él. Atrás frenan tres pobres tipos. El más joven intenta una protesta con la bocina pero el de la camioneta que habla por el celular  no lo ve, tampoco escucha el insulto.

En la vereda del oeste el canillita despliega el diario, no vocea, se limita a mostrar para que los automovilistas se tienten. Algunos se tientan y rebuscan los billetes necesarios mientras el semáforo se pone en verde y los motores de los autos se ponen nerviosos. 

Otra vez la luz roja. El de la cuatro por cuatro le lanza al diariero una mirada de desprecio.

En la vereda, una sombra salta y se incorpora. Giro la cabeza y lo veo, lo reconozco. Ha crecido. Tendrá unos ¿nueve años? Baja a la calle. Se para al costado de la camioneta y estira la mano. Dentro una cabeza niega. Fuera, el niño se toma los testículos y camina hacia mí.

—¿Una ayuda?

Sí, balbuceo, mientras busco con torpeza en la cartera e intento bajar el vidrio todo a la vez.

Lo miro bien, estoy segura, es él, ha crecido sentado en el cordón de la vereda este. Ahora anda solo. Antes no, antes tenía tres o cuatro años y andaba en patas. Si uno miraba atento, las zapatillas lo esperaban en la vereda. Antes lo acompañaba un pibe que lo agarraba del cogote y le sacaba las monedas. Un pibe de no más de diez años que se reía mientras le daba cocazos. Él se revolvía tratando de zafar del abrazo terrible. Lloraba emitiendo esos berridos  que desgarran a las madres, a algunas madres.

Es él, el pibito de los cocazos y los llantos y los mocos.

Gracias amiga, me dice y sigue hacia el auto de atrás que lo recibe con un bocinazo porque el semáforo ha vuelto a dar paso y yo me demoré en salir huyendo.

Mandarinas al sol

 


Invierno con retraso en Santo Tomé. Pasto escachado. Los árboles dulcísimos esperando en los patios.

Todavía hay patios con árboles frutales en Santo Tomé, en las orillas y en pleno centro también, aunque ya no se ven niños trepados a sus ramas retorcidas y filosas. Cuando los santotomesinos que pasamos los cincuenta éramos chicos, andábamos dando vueltas a la siesta, trepábamos tapiales y saltábamos alambrados en plena ciudad para subirnos a los árboles y comer mandarinas.

Las semillas y las cáscaras iban al suelo. Las risas saltaban cielo.

Las abuelas nos mandaban a juntar las naranjas amargas que crecían en los árboles de las veredas. La mitad de la cosecha se convertía en granadas de una guerra de fantasía  que volaban de árbol a árbol y explotaban contra el piso, la otra mitad se convertía en mermelada; naranjas desgajadas, trituradas en ollas de hierro, enormes y ennegrecidas.

En una casita con alambrado, una casita del barrio Sargento Cabral, sobreviviente entre modernas casas de jardines prolijos, un viejo detiene el tiempo sentado bajo un árbol de mandarinas, detiene la siesta, el sol de la siesta en sus ojos blanquecinos. Ahora que lo pienso, mientras desgajo una que me regala, con el sabor de la futa en la boca y el sol en la cara,  traigo desde la infancia para que se siente a mi lado, aquella niña de trenzas y rodillas percudidas que se sentaba a comer mandarinas en un patio que ya no existe.

 

Río de palabras

 


En esta tierra de ríos volubles y alucinados, la gente descree de la literatura. Algunos ignoran que existe, otros la miran como si perteneciera a un lugar ajeno, remoto e indescifrable mientras que más de uno  no cabe en su asombro al considerar que es real su inutilidad y siente la necesidad de justificarla y la valida en el campo de la política, la moral, la sociología o la psicología; pero si escribo

Junio trae otra vez

un ramillete de raíces

ciegas

no remito a nada, escribo y no remito a nada pero no soy la único que escribe en Santo Tomé, sin remitir a nada, a nada útil, a nada utilizable, a nada que informe, o de cuenta o enseñe o aleccione o haga historia.

Tras ventanas ahora entreabiertas a pesar del frío, muchos escriben. Hay un vecino de la cortad Paraná que hace un tiempo escribió. Don Carlos Profumatti.

Niño azul

en las manos

la súplica

llora el cielo

y en los pies

el barro

 

ni besos ni juguetes

solo caricias de sol

Caminantes de la costa

 


Santa Fe se oculta tras el sol, el puente oscila hacia arriba y hacia abajo, levemente, incansablemente, sobre sus pilares flotantes. Resiste el paso de los vehículos y resiste el tiempo.
Caminaba, creo que no pensaba en nada hasta que la vi. Pesará uno cuarenta kilos máximos y le calculo entre 40 y 45 años aunque la extrema delgadez tal vez haga que me engañe. Camina con rigor, pisa fuerte, da pasos largos siempre mirando para abajo, en la mano izquierda lleva una llave, la mano fuertemente apretada blanquea en los nudillos. Viste un conjunto deportivo que parece un pijama, es color verde militar. Blanca, quiero decir que es una mujer rubia con el pelo echando algunas canas.  Más allá, en sentido contrario un hombre entre cincuenta y sesenta, con bastón y andar dificultoso, ondulante; su cuerpo se ondula a cada paso recordándome el desplazarse de las culebras sobre la arena. Antes, hasta no hace mucho, corría y después cruzaba el río a nado en zigzag desde la playa hasta el anfiteatro, iba y venía de costa a costa, las zapatillas provisoriamente abandonadas para ser calzadas con los pies cargados de río y seguir corriendo. Antes cuando la enfermedad no era evidente como ahora.
No sé sus nombres, no sé nada de ellos, solo sé de sus caminatas, pero los siento conocidos porque los veo desde hace años, todos los días.
Ambos con sus enfermedades a cuestas y resistiendo, su caminata es su forma de resistir. Pienso que algún día no los veré más y me asombro de mi optimismo respecto de mi propia vida, la que me queda quiero decir.
Al cruzar junto a mí, ninguno de los dos me saluda, una con la mirada en el piso, el otro con la mirada en un horizonte que solo él puede ver.

domingo, 4 de julio de 2021

Fábrica de prejuicios

  


   “Y allí, ¡nadie tiene la culpa! La policía se lava las manos, diciendo que ellos no tienen la alcaidía para refugio de menores sin hogar. Los maestros se disculpan, observando, y con razón, que todo aquello que les pueden enseñar a los chicos es anulado por los mayores delincuentes que conviven en el conjunto. El director del establecimiento, a su vez, arguye que el edificio es pequeño y que él no puede hacer milagros […]”. (*)

    No; no es una trascripción de lo que escuché esta mañana en la radio. Podría ser pero no. Es Arlt, sus aguafuertes inéditas, 28 de Octubre de 1932, para más datos.   Es que “el problemita” con los menores, como escuché hoy decir, viene desde hace un tiempito atrás. Entre los legislados, cada tanto, uno u otra, cree que descubrió la pólvora. “No sé, mi trabajo es legislar”, contestó una diputada que estaba convencida de que había que bajar  la edad de imputabilidad de los menores a 12 años. El periodista le había dicho que si no le parecía que había que buscar soluciones de fondo y no sólo de forma; que si no le parecía que entre todos estamos construyendo una sociedad que de alguna manera forma delincuentes. Al escuchar la respuesta el periodista se calló un ratito, supongo que para respirar hondo.

    “[…] el juez de menores y los defensores, no sé de qué modo se justifican; los médicos que aseguran que un menor es un degenerado cuando no lo es, que no lo es cuando lo es, afirman los maestros, prácticos en esto de analizar chicos […]”. (*)

    Arlt, el periodista, y más de setenta años en el medio. Imposible seguir leyendo porque a esta hora, la costanera se va poniendo helada, así que me levanto y camino.

La 7 de marzo y Maciá debe ser la esquina más ruidosa de Santo Tomé, uno no puede ni escucharse los pensamientos. Descarto el cafecito en Bizarro porque se me antojó un helado.    Camino hasta Iriondo. En la heladería no hay nadie más que yo. La pareja llega en bicicleta, tienen catorce o quince años. Ella le dice  preguntá cuánto cuesta, y se queda afuera medio apoyada en la bicicleta. Él entra y la empleada se para firme detrás del mostrador. Le echa una mirada entre asustada y alerta a su compañera de trabajo que deja el trapo con que repasa las heladeras y se para junto a ella. Helado,  dice él. Y se queda esperando. Las empleadas siguen firmes. Yo dejo la cucharita clavada en el chocolate y me preparo para cualquier cosa. Helado…de dulce de leche, dice él aclarando el pedido. Una de la muchachas le recita los precios, del kilo, del medio, del cuarto.  Él no contesta y la empleada repite los precios. Él se da media vuelta y sale. La chica lo espera parada al costado de la bici sosteniéndola por el manubrio. Él se acerca y la mira; yo no puedo ver cómo la mira, pero sí veo los ojos de ella, que lo miran a él como diciendo: No se puede, bueno no te preocupés, otro día,  pero no se lo dice y comienza a caminar con la bici a la par; con él que la sigue con la cabeza baja. Portación de cara, pienso; de cara y ropa gastada y piel oscura; y me avergüenzo.        

   “Se ha llegado al colmo de lo irrisorio, y las contradicciones son ya tan monstruosas que la única conclusión que se desprende del examen de ellas, es la siguiente: Nuestra sociedad, con o sin culpa, está fabricando delincuentes. Y los jueces lo saben. No pueden ignorarlo; están en la obligación de no ignorarlo”. (*)

    Al rato nomás, mientras el chocolate me sabía un poco amargo me acordé: “Contemplaba al mundo que acababa de entrever con la mirada fría, que es la mirada definitiva, y veía en él, el matrimonio, pero no el amor; la familia, pero no la fraternidad; la riqueza, pero no la conciencia; la hermosura, pero no el pudor; la justicia pero no la equidad; el orden, pero no el equilibrio; la autoridad, pero no el derecho; el esplendor, pero no la luz”. No, no se equivoque, no sigo citando a Arlt ni me acordé de la editorial de la radio; es  Víctor Hugo; El hombre que ríe, 1869. Sí señor…1869 ¿qué me dice, eh? 

   (*) Roberto Arlt; Tratado de  delincuencia –Aguafuertes inéditas-. Biblioteca Página/12, junio 1996.

Una de remiseros, vacunas y caramelos



Lunes de sol y viento. El frío espía desde afuera en las casas de algunos barrios.  Muerde las orejas, los pies, las manos, en las casas de otros.  Roberto se levantó a las cinco y media. El primer viaje lo hizo a Santa Fe. Llevó, como cada día, una médica adormilada al hospital Cullen. Intentó entablar conversación. Se lo impidió el celular aferrado a la joven. Ensimismado emprendió el regreso. En Santo Tomé lo esperaban tres ancianas que tenían turno para la vacuna. La segunda dosis, le dijeron. Las mujeres parloteaban. Una le hizo una pregunta que él no contestó, necesitó decirle:

—Ayer murió mi madre.

—¿Cuántos años tenía? Fue la respuesta que recibió.

—Noventa y dos.

—Ah, era muy grande, reflexionó una de las anciana.

—Sí, pero era mi madre. Le llegó el turno de la vacuna pero estaba internada.  

Son cosas que pasan le dice otra de las mujeres. ¿Quieren un caramelo? dice después dirigiéndose a las otras. Roberto calla.

Al mediodía el sol ha roto las nubes así que al resguardo del viento uno puede calentarse un poco. Roberto comió un sánguche en la parada de remises de calle Avellaneda. No se acercó a sus colegas.   

Llega puntual al centro de vacunación. Subo a su remis con el brazo dolorido. El  vacunatorio va quedando atrás. Roberto me dice, ayer murió mi madre. ¿Cuántos años tenía?, le pregunto. Noventa y dos, me informa. Era muy grande le contesto. Pero era mi madre, su voz apenas se escucha y después se queda en silencio. Yo también callo y recuerdo la historia de aquel cochero ruso que para calmar su angustia habla con su caballo. Igual no le digo nada a Roberto, aunque su madre haya muerto, y yo esté vacunada,  tampoco quiero escuchar los detalles.

Amanece en la Adelina Oeste

 


El cielo encapotado, el cielo liso y cercano y la luz filtrándose a duras penas con ese color sucio ni gris ni blanco sin poder abrirse paso, empujando como un deseo increíble, como un preso, como un tigre, con la fuerza de un tigre o de una mujer que a veces pienso que es lo mismo, como la de esa mujer que se asoma a la puerta.
Está en ojotas. Tiene el pelo atado. Se refriega las manos. La casa tiene piso de cemento y es cuadrada; un cubo en medio del pasto que ha comenzado a crecer. Un cubo bajo y gris como la luz, un cubo que se recalienta en verano y se hiela en invierno. Un tejido de alambre rodea la casa-cubo, un tejido un tanto derrumbado por el peso de sostener  la ropa tendida a un sol cansado de hacer fuerza, un sol que no calienta nada, que no seca nada, que parece que mojara.

En la casa, la luz que entra por la ventana dura lo que un suspiro; apenas alcanza a iluminar veinte centímetros de alacena dejando la heladera en la penumbra, la cocina en la oscuridad. Pienso en la mujer que frotaba sus manos una contra la otra, me pregunto sobre su espera, barajo dos, tres alternativas que considero lógicas para llevarla a plantarse en el último de los tres escalones que llevan desde los pastos al cubo -a la casacubo-, y frotarse las manos mirando hacia a la avenida. En otro tiempo hubiera barajado una sola: se levantó porque le gusta mirar cómo llega la luz, aunque sea una luz de brasa apagada, fría y cenicienta. Hoy, ahora, sentada y escuchando una tanda de noticias que la radio parlotea una tras otra sin comas ni puntos ni emoción alguna, pienso en otras alternativas menos poéticas, menos humanas, más miserables, razones teñidas de miseria y miedo, las pienso mientras recuerdo pequeños detalles sobre la mujer: las manos grandes, el cuerpo ancho, el pelo negro y la luz abrazándola, formando una aureolita blanquecina alrededor, remarcando el contorno de su figura en medio del paisaje, resaltándola, extrayéndola de la mañana desteñida y quieta, alterada apenas por algún perro flaco o rengo, o un pájaro solo, un tero, el sonido monótono de un tero llamando desde un patio viejo.

Más allá, a unas cinco o seis cuadras idénticas, todavía bordeada de zanja, está Roverano, con su dureza inmune a la lluvia y con esa boca inmensa: el canal. La flanquean algunas calles que se angostan, se curvan un poco, que cuando hay lluvia se se van como derritiendo, hundiendo y alzándose con cada pie, con cada bici, con cada auto o carro o chatarra que la pisa y la moldea como un dios cualquiera y mal parido, inmune a la queja y al llanto, un dios burlón, sin sentido y sin conciencia de la formas.
Asentado aquí y allá el crédito para la vivienda que solía alzar carteles y casas ha desaparecido, se ha extinguido, se lo ha tragado la tierra. Quedan un par de ilusiones desesperadas que se elevan apuradas en un intento de ganar tiempo al tiempo. Ese tiempo durante el cual fueron pensadas y planeadas; ese tiempo que sube los precios y las amenaza con dejarlas a medio hacer, a medio formar, a medio cubrir cabezas y anhelos. Regreso; la llovizna ha comenzado posarse sobre el asfalto de la avenida Luján.
Regreso; la llovizna va empapando la fachada de la escuela Juan de Garay, va abrillantando los toboganes de la plaza, va silenciando la mañana.

sábado, 3 de julio de 2021

Banderas orgullosas

 ¿Puedo sacarles una foto?, les pregunto. Las vi desde el auto. Vi la bandera desplegada sobre calle Avellaneda, sujeta a dos postes improvisado. Era una pared multicolor levantada en la vereda: rojo, naranja, amarillo, verde, azul... todos los colores más brillantes que el sol. Ella me contesta: ¡Claro! y se suelta el pelo que llevaba en un rodete altísimo. Suelto, el pelo rubio llega hasta la cintura. Soy mujer así que me reconozco en la pose con una pierna delante de la otra con la rodilla semi flexionada y  la espalda un tanto arqueada para mostrar la cintura. Ella atrapa mi mirada y la de mi cámara. A su lado una mano sostiene un pincel bañado de rojo.  Ella y su porte y su cabello,  habían atrapado mi mirada por eso de su compañera veo solo el pincel. Mi cámara no, mi cámara me la descubre luego, en casa. El gorro rosa en juego con la bufanda rosa. ¿Me querés contar?, le digo señalando la calle que ha comenzado a cambia el gris replicando los colores de la bandera. El cemento entonces no es cemento, es un espejo donde la bandera se mira. Ella vuelve a sujetarse al cabello mientras me dice, preguntale a la de azul.  La azul resultó una funcionaria del municipio que contestó: “nos encontramos acá en la plaza, pintando la bandera de la diversidad, en el marco del mes del Orgullo del Colectvoa LGBT+, son actividades artísticas que estamos desarrollando en distintos puntos de la ciudad…”, es decir, lo que todos los santotomesinos ya sabemos, porque lo publicaron y replicaron los medios hace unos días en ocasión de conmemorarse el Día del Orgullo. Ella ha regresado a pintar la calle. Una franja recta de un amarillo sol que le ha manchado las manos. Regreso al auto preguntándome su nombre.

viernes, 20 de marzo de 2020

Incierto


Parafraseando a Saer: amanece y ya estamos con los ojos abiertos.
No se oyen los motores de los autos que cruzan el carretero, ni el canto de los pájaros que el viento suele traer desde costa.  Ni la voz de la vecina que apura a los hijos con el desayuno. Ni el susurro de los amantes que se despiden en la penumbra. Solo la voz de la cuidad llega, delatora; viene de muchas direcciones. Viene en forma de silencio.

Encendemos el televisor o tal vez no, tal vez ha quedado encendido toda la noche.
Fuera de la cama la incertidumbre ha tomado forma. La de las caras somnolientas de los que por costumbre se han levantado aunque no irán al trabajo. La de las respiraciones profundas que llegan desde las habitaciones de los adolescentes que gozan de la fortuna del sueño. La de los niños que alborotarán la mañana con sus  trinos.
Fuera de la casa el silencio ha tomado forma. La de las calles vacías. La de las vidrieras oscuras. La del caminante solitario que se arriesga. La de la cola frente supermercado: de dos en dos, por favor. 
Fuera de la casa lo incierto ha tomado forma. La de la góndola vacía. La de la cola frente al banco. La de la víbora de autos frente a los surtidores de combustible. La de las bolsas de comestibles cargadas por caras alargadas y la de los ojos enormes, de esas manos que viven de lo que se cosecha a diario.
Parafraseando a Saer: amanece y ya estamos con los ojos abiertos.






 

jueves, 5 de marzo de 2020

El otro atardecer



El río, allá abajo,  no puede reflejar las luces del atardecer, ni la barranca ni allá a lo lejos el puente del ferrocarril. El río no es río, es un charco que apenas repta hacia el carretero. Se asoman de sus aguas los ladrillos de cemento de la defensa, ladrillos sujetos por mallas de acero. Parece un gigante lleno de pústulas. Huela a camalotes podridos, ese olor que se parce demasiado al de la muerte.

Al principio la acompañaba un niño pequeño, más pequeño que ella, quiero decir, que tendrá, yo supongo, unos nueve años, es difícil saberlo porque el cuerpo menudo hace pensar en no más de siete.

¿Tiene algo? es lo primero que siempre dice.

Al principio yo le daba un par de frutas, entonces, enseguida, después de guardar las frutas en una bolsa de supermercado, venía un suspirado: ¿tiene algo para cocinar esta noche?

Al principio, yo le alcanzaba un paquete de arroz o de fideos, que también iban a para a la bolsa.   

Al principio, lejos de haber terminado, lejos de poder cerrar la puerta y meterme en las noticias o volver al libro o la computadora y olvidarme o más bien no pensar en el asunto, me encontraba ante una nueva pregunta pronunciada con una imitación de último aliento: ¿tiene una ayuda para comprarle pañales a mi hermano?

Al principio, un día dije no, otro sí, otro no, otro dije no vengas todos los días, todos no porque no puedo.

Ahora viene tres veces por semana.

Ahora repite las mismas preguntas y en el mismo orden.

Ahora obviamos la cortesía, no nos saludamos, no hay un “gracias”, ni su consecuente “de nada”.

Ahora no viene el pequeño.

Ahora, el algo para cocinar, ha sido reemplazado por pedidos específicos, ella dice harina o polenta; a veces dice: fideos no, arroz sí.

Ahora ya no suspira las frases.

Ahora la ayuda para el pañal, tiene un 42 por ciento de aumento.  

Entretanto el río sigue bajando.