domingo, 4 de julio de 2021

Una de remiseros, vacunas y caramelos



Lunes de sol y viento. El frío espía desde afuera en las casas de algunos barrios.  Muerde las orejas, los pies, las manos, en las casas de otros.  Roberto se levantó a las cinco y media. El primer viaje lo hizo a Santa Fe. Llevó, como cada día, una médica adormilada al hospital Cullen. Intentó entablar conversación. Se lo impidió el celular aferrado a la joven. Ensimismado emprendió el regreso. En Santo Tomé lo esperaban tres ancianas que tenían turno para la vacuna. La segunda dosis, le dijeron. Las mujeres parloteaban. Una le hizo una pregunta que él no contestó, necesitó decirle:

—Ayer murió mi madre.

—¿Cuántos años tenía? Fue la respuesta que recibió.

—Noventa y dos.

—Ah, era muy grande, reflexionó una de las anciana.

—Sí, pero era mi madre. Le llegó el turno de la vacuna pero estaba internada.  

Son cosas que pasan le dice otra de las mujeres. ¿Quieren un caramelo? dice después dirigiéndose a las otras. Roberto calla.

Al mediodía el sol ha roto las nubes así que al resguardo del viento uno puede calentarse un poco. Roberto comió un sánguche en la parada de remises de calle Avellaneda. No se acercó a sus colegas.   

Llega puntual al centro de vacunación. Subo a su remis con el brazo dolorido. El  vacunatorio va quedando atrás. Roberto me dice, ayer murió mi madre. ¿Cuántos años tenía?, le pregunto. Noventa y dos, me informa. Era muy grande le contesto. Pero era mi madre, su voz apenas se escucha y después se queda en silencio. Yo también callo y recuerdo la historia de aquel cochero ruso que para calmar su angustia habla con su caballo. Igual no le digo nada a Roberto, aunque su madre haya muerto, y yo esté vacunada,  tampoco quiero escuchar los detalles.

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