El cielo encapotado, el cielo liso y cercano y
la luz filtrándose a duras penas con ese color sucio ni gris ni blanco sin
poder abrirse paso, empujando como un deseo increíble, como un preso, como un
tigre, con la fuerza de un tigre o de una mujer que a veces pienso que es lo
mismo, como la de esa mujer que se asoma a la puerta.
Está en ojotas. Tiene el pelo atado. Se refriega las manos. La casa tiene piso
de cemento y es cuadrada; un cubo en medio del pasto que ha comenzado a crecer.
Un cubo bajo y gris como la luz, un cubo que se recalienta en verano y se hiela
en invierno. Un tejido de alambre rodea la casa-cubo, un tejido un tanto
derrumbado por el peso de sostener la ropa tendida a un sol cansado de
hacer fuerza, un sol que no calienta nada, que no seca nada, que parece que
mojara.
En la casa, la luz que entra por la ventana dura
lo que un suspiro; apenas alcanza a iluminar veinte centímetros de alacena
dejando la heladera en la penumbra, la cocina en la oscuridad. Pienso en la
mujer que frotaba sus manos una contra la otra, me pregunto sobre su espera,
barajo dos, tres alternativas que considero lógicas para llevarla a plantarse
en el último de los tres escalones que llevan desde los pastos al cubo -a la
casacubo-, y frotarse las manos mirando hacia a la avenida. En otro tiempo
hubiera barajado una sola: se levantó porque le gusta mirar cómo llega la luz,
aunque sea una luz de brasa apagada, fría y cenicienta. Hoy, ahora, sentada y
escuchando una tanda de noticias que la radio parlotea una tras otra sin comas
ni puntos ni emoción alguna, pienso en otras alternativas menos poéticas, menos
humanas, más miserables, razones teñidas de miseria y miedo, las pienso
mientras recuerdo pequeños detalles sobre la mujer: las manos grandes, el
cuerpo ancho, el pelo negro y la luz abrazándola, formando una aureolita
blanquecina alrededor, remarcando el contorno de su figura en medio del
paisaje, resaltándola, extrayéndola de la mañana desteñida y quieta, alterada
apenas por algún perro flaco o rengo, o un pájaro solo, un tero, el sonido
monótono de un tero llamando desde un patio viejo.
Más allá, a unas cinco o seis cuadras
idénticas, todavía bordeada de zanja, está Roverano, con su dureza inmune a la
lluvia y con esa boca inmensa: el canal. La flanquean algunas calles que se
angostan, se curvan un poco, que cuando hay lluvia se se van como derritiendo,
hundiendo y alzándose con cada pie, con cada bici, con cada auto o carro o
chatarra que la pisa y la moldea como un dios cualquiera y mal parido, inmune a
la queja y al llanto, un dios burlón, sin sentido y sin conciencia de la
formas.
Asentado aquí y allá el crédito para la vivienda que solía alzar carteles y
casas ha desaparecido, se ha extinguido, se lo ha tragado la tierra. Quedan un
par de ilusiones desesperadas que se elevan apuradas en un intento de ganar
tiempo al tiempo. Ese tiempo durante el cual fueron pensadas y planeadas; ese
tiempo que sube los precios y las amenaza con dejarlas a medio hacer, a medio
formar, a medio cubrir cabezas y anhelos. Regreso; la llovizna ha comenzado posarse
sobre el asfalto de la avenida Luján.
Regreso; la llovizna va empapando la fachada de la escuela Juan de Garay, va
abrillantando los toboganes de la plaza, va silenciando la mañana.
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