El de la
cuatro por cuatro viene por Almirante Brown, viene de oeste a este sin mirar.
Viene como a 60 y dobla se manda sin avisar abriéndose bien porque quiere el carril de la izquierda para él. Atrás
frenan tres pobres tipos. El más joven intenta una protesta con la bocina pero
el de la camioneta que habla por el celular
no lo ve, tampoco escucha el insulto.
En la vereda
del oeste el canillita despliega el diario, no vocea, se limita a mostrar para
que los automovilistas se tienten. Algunos se tientan y rebuscan los billetes
necesarios mientras el semáforo se pone en verde y los motores de los autos se
ponen nerviosos.
Otra vez la
luz roja. El de la cuatro por cuatro le lanza al diariero una mirada de
desprecio.
En la
vereda, una sombra salta y se incorpora. Giro la cabeza y lo veo, lo reconozco.
Ha crecido. Tendrá unos ¿nueve años? Baja a la calle. Se para al costado de la
camioneta y estira la mano. Dentro una cabeza niega. Fuera, el niño se toma los
testículos y camina hacia mí.
—¿Una ayuda?
Sí,
balbuceo, mientras busco con torpeza en la cartera e intento bajar el vidrio
todo a la vez.
Lo miro
bien, estoy segura, es él, ha crecido sentado en el cordón de la vereda este.
Ahora anda solo. Antes no, antes tenía tres o cuatro años y andaba en patas. Si
uno miraba atento, las zapatillas lo esperaban en la vereda. Antes lo
acompañaba un pibe que lo agarraba del cogote y le sacaba las monedas. Un pibe
de no más de diez años que se reía mientras le daba cocazos. Él se revolvía
tratando de zafar del abrazo terrible. Lloraba emitiendo esos berridos que desgarran a las madres, a algunas madres.
Es él, el
pibito de los cocazos y los llantos y los mocos.
Gracias
amiga, me dice y sigue hacia el auto de atrás que lo recibe con un bocinazo
porque el semáforo ha vuelto a dar paso y yo me demoré en salir huyendo.
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