lunes, 5 de julio de 2021

La cuna de 7 de marzo y Centenario

 


El de la cuatro por cuatro viene por Almirante Brown, viene de oeste a este sin mirar. Viene como a 60 y dobla se manda sin avisar abriéndose bien porque quiere  el carril de la izquierda para él. Atrás frenan tres pobres tipos. El más joven intenta una protesta con la bocina pero el de la camioneta que habla por el celular  no lo ve, tampoco escucha el insulto.

En la vereda del oeste el canillita despliega el diario, no vocea, se limita a mostrar para que los automovilistas se tienten. Algunos se tientan y rebuscan los billetes necesarios mientras el semáforo se pone en verde y los motores de los autos se ponen nerviosos. 

Otra vez la luz roja. El de la cuatro por cuatro le lanza al diariero una mirada de desprecio.

En la vereda, una sombra salta y se incorpora. Giro la cabeza y lo veo, lo reconozco. Ha crecido. Tendrá unos ¿nueve años? Baja a la calle. Se para al costado de la camioneta y estira la mano. Dentro una cabeza niega. Fuera, el niño se toma los testículos y camina hacia mí.

—¿Una ayuda?

Sí, balbuceo, mientras busco con torpeza en la cartera e intento bajar el vidrio todo a la vez.

Lo miro bien, estoy segura, es él, ha crecido sentado en el cordón de la vereda este. Ahora anda solo. Antes no, antes tenía tres o cuatro años y andaba en patas. Si uno miraba atento, las zapatillas lo esperaban en la vereda. Antes lo acompañaba un pibe que lo agarraba del cogote y le sacaba las monedas. Un pibe de no más de diez años que se reía mientras le daba cocazos. Él se revolvía tratando de zafar del abrazo terrible. Lloraba emitiendo esos berridos  que desgarran a las madres, a algunas madres.

Es él, el pibito de los cocazos y los llantos y los mocos.

Gracias amiga, me dice y sigue hacia el auto de atrás que lo recibe con un bocinazo porque el semáforo ha vuelto a dar paso y yo me demoré en salir huyendo.

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