Invierno con retraso en Santo Tomé. Pasto escachado. Los árboles
dulcísimos esperando en los patios.
Todavía hay patios con árboles frutales en Santo Tomé, en las orillas y
en pleno centro también, aunque ya no se ven niños trepados a sus ramas
retorcidas y filosas. Cuando los santotomesinos que pasamos los cincuenta
éramos chicos, andábamos dando vueltas a la siesta, trepábamos tapiales y
saltábamos alambrados en plena ciudad para subirnos a los árboles y comer
mandarinas.
Las semillas y las cáscaras iban al suelo. Las risas saltaban cielo.
Las abuelas nos mandaban a juntar las naranjas amargas que crecían en
los árboles de las veredas. La mitad de la cosecha se convertía en granadas de
una guerra de fantasía que volaban de árbol
a árbol y explotaban contra el piso, la otra mitad se convertía en mermelada;
naranjas desgajadas, trituradas en ollas de hierro, enormes y ennegrecidas.
En una casita con alambrado, una casita del
barrio Sargento Cabral, sobreviviente entre modernas casas de jardines
prolijos, un viejo detiene el tiempo sentado bajo un árbol de mandarinas,
detiene la siesta, el sol de la siesta en sus ojos blanquecinos. Ahora que lo
pienso, mientras desgajo una que me regala, con el sabor de la futa en la boca
y el sol en la cara, traigo desde la
infancia para que se siente a mi lado, aquella niña de trenzas y rodillas
percudidas que se sentaba a comer mandarinas en un patio que ya no existe.
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