Santa Fe se oculta tras el sol, el puente
oscila hacia arriba y hacia abajo, levemente, incansablemente, sobre sus
pilares flotantes. Resiste el paso de los vehículos y resiste el tiempo.
Caminaba, creo que no pensaba en nada hasta que la vi. Pesará uno cuarenta
kilos máximos y le calculo entre 40 y 45 años aunque la extrema delgadez tal
vez haga que me engañe. Camina con rigor, pisa fuerte, da pasos largos siempre
mirando para abajo, en la mano izquierda lleva una llave, la mano fuertemente
apretada blanquea en los nudillos. Viste un conjunto deportivo que parece un
pijama, es color verde militar. Blanca, quiero decir que es una mujer rubia con
el pelo echando algunas canas. Más allá,
en sentido contrario un hombre entre cincuenta y sesenta, con bastón y andar
dificultoso, ondulante; su cuerpo se ondula a cada paso recordándome el
desplazarse de las culebras sobre la arena. Antes, hasta no hace mucho, corría
y después cruzaba el río a nado en zigzag desde la playa hasta el anfiteatro,
iba y venía de costa a costa, las zapatillas provisoriamente abandonadas para
ser calzadas con los pies cargados de río y seguir corriendo. Antes cuando la
enfermedad no era evidente como ahora.
No sé sus nombres, no sé nada de ellos, solo sé de sus caminatas, pero los
siento conocidos porque los veo desde hace años, todos los días.
Ambos con sus enfermedades a cuestas y resistiendo, su caminata es su forma de
resistir. Pienso que algún día no los veré más y me asombro de mi optimismo
respecto de mi propia vida, la que me queda quiero decir.
Al cruzar junto a mí, ninguno de los dos me saluda, una con la mirada en el
piso, el otro con la mirada en un horizonte que solo él puede ver.
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